Diamela Eltit
Premio Nacional de Literatura 2018
Alejandro Lavquén en su obra reunida transita saberes culturales y elabora la dirección lúcida y emotiva de su recorrido social. El mundo griego y los ecos latinos circulan de modo amplio y resonante. Saberes que se despliegan junto a las eróticas, las memorias, los cuerpos, hasta llegar al bar, sitio que aloja a una comunidad sin pretensión alguna, sencilla y poderosa, ajena al lujo. Sus imágenes, construyen el centro de Santiago, el pasaje de la infancia, el recurrente viaje por el Valparaíso más legendario, el poder de la mirada alojada en la escritura.
La melancolía se despliega y se pliega para volver a desplegarse. En esa melancolía está depositada una forma de duelo que es constante ante una pérdida irrecuperable. La certeza de la muerte se asoma a través de frecuentes resquicios de la letra como signo inevitable. Pero a pesar del duelo melancólico ante la pérdida de un espacio, de un lugar compartido o más bien de una comunidad, está presente la memoria de sus muertos que no terminan de morir porque viven en una página que los acoge.
Esta obra reunida no es neutral. Su poderosa poética está inscrita entre los tiempos de un tiempo cuyo presente complejo solo es pleno y habitable cuando se presenta el afecto comunitario o bien el encuentro amoroso. Al lado del mar. O bien sentado ante una mesa con otras y con otros en un instante que, por una vez, los vuelve idénticos.
Pavel Oyarzún
La convención indica que, en materia de cosmogonías, de mitos fundacionales, aceptemos aquello de su condición explicativa; vale decir, definir lo inalcanzable, en diversas comunidades y estadios del desarrollo de la especie. Quizás aquí calce, perfectamente, lo afirmado por el poeta T.S. Eliot, en cuanto a que lo seres humanos no somos capaces de aceptar demasiada realidad. Por lo pronto, la muerte. De acuerdo. Pero también tiene espacio aquello que trasciende a esta condición de ser una explicación del mundo para adquirir aquella de ser, a su vez, la creación de un mundo, a través de una larga tradición oral. En cuestión de mitologías, explicar es imaginar, y, por tanto, producir. Allí, en aquella sucesión de eslabones temporales, donde se crea y vuelve a crear el cosmos, a modificar la tierra, la especie cumple con su propósito de ir en busca de Dios o de dioses tutelares. Es, entonces, una forma de transmutarnos, en un relato, durante algún tiempo, en divinidades, creadoras de la vida, de toda vida, de un territorio, y del tiempo.
Lo asombroso aquí, junto con la configuración de estos seres y realidad fabulosos, es aquella antigua facultad humana de inventar. De fundar otra vida, otros ciclos. Sorprende comprobar, en la lectura del libro Mitología Nórdica-Escandinava, de Alejandro Lavquén, que hoy presentamos, la persistencia de este contraste entre la vida material, en un territorio inhóspito, liminal, muchas veces desmesurado en sus contiendas y rigores que, por cierto, desbordaban la existencia de los pueblos que lo habitaron y el surgimiento de un universo ficcional, de extraordinaria riqueza y diversidad, de un portentoso despliegue de historias, de una épica estelar, de un mundo sin orillas. Insistimos, esta lectura expone, de nuevo, este contraste; la inmensa superioridad de una vida espiritual, por llamarla así, en relación a la realidad material, de la cual surgieron esta y otras antiguas cosmogonías. Insistimos, aquí se refrenda el poderoso alcance de la ficción, presente en los seres humanos, cualquiera fueran sus circunstancias.
Para conocer a una sociedad, conoce sus cárceles, decía Dostoievski – y él sí que supo de prisiones, como sabemos-; bueno, en una paráfrasis, aventurada, podríamos decir que, para conocer a un pueblo, una cultura, debiéramos conocer sus mitos. Y aquí, en este compendio, de la Mitología Nórdica-Escandinava, expuesto en lenguaje claro, didáctico, nos sorprende, a modo de adelanto, -y tan solo este, nos permitimos- que, en la mitología creada por antiguos pueblos de la Europa septentrional, al contrario de los dioses de la mitología griega, por ejemplo, sus dioses fueran mortales. Podríamos aventurar, por ende, que la relación con la muerte, fuera la de asumir esta frontera, de un modo más natural y propio. Pudiera ser. Como está dicho, es una inferencia azarosa, de nuestra parte.
Y toda esta inmensa construcción mitológica, llevada a lomos de una pertinaz y poderosa tradición oral, al igual que otras tantas, sostenida en el ritmo de los versos, vale decir, en una de las formas que adquiere el canto, confirma aquello de que un principio estuvo el Verbo y la Creación Poética; más tarde recogidas, en la escritura, de los poemas que constituyen la Edda Mayor y la Edda Menor. Tal vez, como afirma Snorri, estos dioses alguna vez fueron personajes de carne y hueso, llegados desde Asia y que con el tiempo fueron elevados a tal altura. Es una posibilidad. Sin embargo, en lo concreto, nos queda aquel pacto establecido entre Poesía y Mito. O Mito y Poesía, como se prefiera, porque no altera el producto. Pero se trata de una antigua alianza, sin duda. Y a resultas de esta, surgen El Principio, La Creación del Mundo, de Hombres y Mujeres, la Luna y el Sol, el Origen del Viento. Los Gigantes, La Gran Batalla. Y Odín. Y Tor. Y Frig. Y todo el gran elenco divino.
También podemos constatar, en estas páginas, aquella proximidad primordial, hoy aparentemente ya perdida para siempre – y que a su vez nos pierde en tierra yerta, tal cual – entre nuestra especie y la naturaleza: el rol estelar que juegan caballos, águilas, serpientes, lagunas, los espejos del hielo, cisnes, el viento supremo, Yggdrásil, el Árbol de la Vida, aquella fronda donde se resuelven todos los mundos conocidos.
En esta edición, revisada y aumentada, que incluye mapas y cuadros genealógicos, podrás recorrer, en 408 páginas, los mitos y leyendas de la antigua Grecia. La influencia de la mitología griega es determinante en la cultura, literatura y arte de Occidente. El conocimiento de estos mitos y leyendas es fundamental para comprender muchas obras literarias, filosóficas y artísticas donde son aludidos con frecuencia. La relación entre mitos y temas fundamentales para el ser humano es permanente.
Sobre la obra, ha dicho CARLOS GARCÍA GUAL, traductor y catedrático de Filología Griega en la Universidad Complutense de Madrid, miembro de la Real Academia Española (RAE) y director de la Biblioteca Clásica Gredos:
“Un nuevo y excelente libro de mitología griega. Resulta interesante observar cuántas veces nos encontramos leyendo nombres de personajes míticos griegos bien sea en citas o incluso en algún anuncio publicitario, nombres que son ecos sueltos de un imaginario ya lejano y fabuloso, el de la mitología griega, de tantos reflejos en la tradición literaria y artística de muchos siglos. De ahí que nos sea muy útil disponer de un buen compendio de los mismos, texto de consulta que conviene sea muy completo y redactado con notable precisión y estilo muy claro. Como este de Alejandro Lavquén, Epopeyas y leyendas de la mitología griega, que nos facilita identificar a cada personaje, sea dios o diosa, héroe o ninfa, y situarlo en su contexto mitológico. Ha sabido resumir de modo escueto y sugerente lo esencial de muchos y famosos relatos de la extensa literatura helénica, ha ordenado el conjunto con muy buen criterio, y le añade una bibliografía muy bien seleccionada para quien desee ampliar los datos y proseguir los relatos ahí presentados”.
Por su parte, ANTONIO ARBEA, traductor y profesor de latín de la Facultad de Letras de la Pontificia Universidad Católica de Chile y miembro de número de la Academia Chilena de la Lengua, ha expresado:
“Mérito central de este libro es el hecho de que ha sido elaborado directamente a partir de las fuentes griegas fundamentales, haciendo de ellas una relectura que fue espigando de aquí y de allá la información que finalmente aparece ordenada y clasificada en estas páginas. Por esta obra desfilan prácticamente todas las figuras de la rica y sugerente mitología griega. El autor, consciente de que la literatura y el arte occidentales han sido fecundados durante siglos por la Antigüedad grecolatina, ha procurado que su trabajo patentice la deuda que tenemos con el mundo clásico. Ortega decía que un libro de ciencia tiene que ser de ciencia, pero también tiene que ser un libro. Este manual de mitología griega lo es. No solo cumple con su función primera de entregar información pertinente con orden y en dosis adecuadas, sino que también se deja leer como una buena novela. Es ameno, de placentera y fácil lectura. El reiterado recurso a las fuentes, a las que se cita con oportunidad y medida, es un rasgo que distingue a esta obra de las otras de su género. A cada paso, el autor deja hablar a Hesíodo, a Homero, a Apolodoro, consiguiendo que el lector acceda directamente a los textos clásicos y reciba así una información de primera mano. Lejos de ser una amonedación escolar más que sustituye a las fuentes, esta obra es una seductora invitación a leer a los antiguos sin intermediarios. En suma, este es un libro inteligente, que transita con originalidad y buen tino por el abigarrado mundo de la mitología griega. Constituye una importante contribución a los estudios clásicos, que sin duda será bienvenida por especialistas y por el público general.
Juan Nicolás Padrón
La Habana, Cuba
Octubre de 2009
Puede haber dos tipos de poemas: unos, los perfectos y acabados, los contenidos, equilibrados y correctos, casi siempre gélidos y tan virginales que pueden parecer artificiosos o artificiales; los otros suelen ser imperfectos y explícitos, siempre inacabados y directos, no se ocultan para blasfemar o ser “políticamente incorrectos”, echan espuma por la boca y fuego desde las entrañas, se arriesgan y vibran en las calles con la naturalidad de las voces de muchos silencios. En los primeros, los cuidados formales predominan; en los segundos, el temperamento decide. Si usted prefiere los primeros, no siga leyendo. Si gusta de la poesía “incontaminada”, le adelanto que el poeta y su obra tienen un compromiso verdadero y apasionado por los que luchan por la justicia social, así que le recomiendo detener definitivamente la lectura ahora mismo y quedarse tranquilo en casa revisando sus libros de tapas duras o contando sus dineros. Mas si usted está contagiado con el virus de los apasionados que sueñan y persisten en alcanzar una sociedad más inclusiva y mejor, de los que luchan contra la indiferencia y el egoísmo, de los que siguen peleando sin callarse la boca ante los desmanes de la barbarie, entonces póngase las botas y vamos a caminar juntos porque a buen baso atraviesa la noche para esperar el día con los ojos abiertos.
Alejandro Lavquén, autor de A buen paso atraviesa la noche (Mosquito Editores, 2009), mantiene en estos textos un mensaje prístino como agua de manantial y directo como bala de cañón, explica sus adeudos y rechazos en política y en estética, pone las cartas sobre la mesa sin esconderse tras disfraces ni amedrentarse, proclama guerras en tiempos en que casi nadie las declara aunque casi todos las hagan, se sitúa con lenguaje preciso y contundente bien lejos de cortesanos de espinazo feble, y se alinea junto a los sempiternos imperfectos lenguaraces, los bohemios desprotegidos de mesadas y prebendas; su vocación es la parcialidad porque sabe que el punto medio es también parcial; conoce las impurezas de la realidad y se “ensucia” con ellas porque ha visto a dónde han ido a parar los puros y los pulcros; está convencido de que es más importante sentirse poeta por vivir en la poesía, que vender palabras en la bolsa de la cultura, negociar versos, convertirse en un mercader de imágenes de moda para alcanzar un sitio entre las “autoridades” de las oficinas de Apolo. Está persuadido de que siempre el riesgo convive en la cotidianidad y que la creación artística va a continuar al margen de los doctores de las sinalefas y de los burócratas de los hemistiquios.
La poesía, como la pasión, ni se rinde ni se vende; no busca un puesto oficial ni seguro, ni aspira a instalarse en la Fama; no concita un acuerdo con el Destino porque camina al son de la vida ni está al tanto de los precios de los temas y los lenguajes en el mercado mundial de la palabra, y la de Alejandro se concentra en lo que se habla en la calle más próxima, en el bar de la esquina, en cualquier muro marino frente al mar… Lo poético aquí huye de las instituciones con secretaria y fax para acertar en tabernas con chinche y chicha, con pobres diablos y diablos pobres de grandes razones y harapos, irradiando la luz de la pobreza. Lavquén encuentra sus versos en la orilla del mar o en la travesía de un pájaro, en un secreto frente a un crepúsculo o en las mañanas babilónicas de un pueblo azul. Naufragios y sombras que aguardan la música del mediodía, espacios infinitos o de enclaustramiento constituyen las citas para hallar la poesía, esa sustancia inasible que se desvanece al tocarla y se sabe intangible pero cercana, aparecida en la noche e indefinida en el amanecer, como si no se dejara ver, como si apenas pudiera definirse.
No se describe en estas páginas el paisaje si no están los seres humanos que lo hacen posible; el paisaje humano interesa más que cualquier otro. Historias de estudiantes, trasnochadas cantinas, crónicas de amores y desamores que alguna vez fueron pura vida aunque ahora los muertos sigan vigilando las calles que en otra ocasión resultaron refugio y escondite, ambientan el sustrato de un conocimiento que se reafirma y que no aparece en los libros de los doctores: Dioniso contra Aristóteles. Vivir a la intemperie para escribir con la gravitación del mar de Valparaíso encima; el milagro de la escritura emerge trenzado entre miradores y pelícanos, manos y besos, recuerdos y muertos, mendigos y alfombras, muertos y más muertos… La denuncia que se infiltra en estos paisajes urbanos y marinos vive latiendo desde una visible cicatriz todavía reciente, integrándose para la construcción del futuro, sin nombrar la causa de pasadas heridas, que de vez en cuando se abren mostrándose; no puede haber olvido porque nada ha sido saldado ni reparado, y continúa pendiente una cuenta sin cobrar por los “indóciles”. Crepúsculo y alba acusan esos resultados: aún forman parte del paisaje los explotados que salen del trabajo y los hambrientos que piden limosnas.
La vuelta a los lugares que fueron de otra manera y ahora se deshacen en sombras, descubre en estos textos una silueta conocida que recuerda a la esperanza, aunque no desaparezca como fantasma el fatídico 1973. Las bayonetas que una vez se volvieron contra el pelo largo ―el mismo que toda una generación de aquí y de allá quiso dejarse hasta la cintura― y las faldas cortas, vuelven amenazantes con sus filos; no es pasado pasado la brutalidad de quienes cumplieron órdenes y todavía se mantienen en sus cuarteles esperando las nuevas, quizás ahora vestidos de cuello duro; no es inútil entonces, ni arcaico, estar atentos a nuevas sacudidas; es traición el olvido y complicidad cualquier pacto. A pesar de la aflicción que recorre el cuaderno de Lavquén, nos alerta en su melancolía un anhelo en perspectiva creciente que no cesa; no es decadente su mensaje ni puede serlo porque en cada página se asoman ojos vigilantes y manos listas en un Valparaíso que ahora ha cumplido mayoría de edad y camina solo mirando atrás, para los lados, pero, sobre todo, hacia delante y hacia arriba. Puede haber lluvias y distancias, tormentas que desatan la ira por promesas incumplidas, nocturnidades de invierno y soledad, discrepancias y desencuentros ―dicen que donde hay dos chilenos, hay tres partidos políticos―, ausencias sin olvido, sortilegios que se enredan en el silencio, meditaciones y más soledades aun entre parejas, llovizna pertinaz y muertos, muchos muertos… Y como siempre hay poesía, la resurrección de luz propuesta en estos versos levita del extravío de las llamas que se van apagando y de las sombras que ya casi no se identifican.
En el horizonte, una guitarra espera para compartir un sueño en el oasis; la posibilidad de que a un canto nuevo siga a otro, late más ahora más fuerte aunque un hombre no tenga nada en sus bolsillos. Continúa siendo una dicha compartir la orilla del mar y comprobar que la luna siempre regresa a su sitio y que el sol en su travesía oculta viene llegando para regalarnos su luz sin exclusiones. El azul y la claridad parecen triunfar sobre el luto y las perversiones, y predomina en el poemario la confianza por la cosecha, a veces, con la inocencia de lo explícito, alertándola claramente para todos los ojos: “Pero al fondo de la luz,/ ―entre la oscuridad―/ todavía existen/ el agua y la semilla”. Pero cuidado con el tradicional exceso de entusiasmo de las izquierdas: los eclipses están programados, la luz puede evaporarse por momentos ante la salida de los gendarmes que siguen en los cuarteles esperando órdenes, los ojos asustados de los vampiros continúan mirando temblorosos por las altas ventanas de persianas entornadas. Ojo con el cielo gris y los demagogos de la oportunidad, con los cambiacasacas que salen con sus porras escondidas tras banderas rojas: ¡cuídate Chile, de tu propio Chile!
El poemario de Alejandro Lavquén plantea un juego entre luces y sombras, propone una vigilancia constante por la naturaleza de una claridad que llega con el alba, persiste en la denuncia directa de lo que para muchos ya resulta una evidencia inmoral, reitera los desmanes de una transición nocturna o de una concertación concertada que todavía cuesta vidas: los muertos y los muertos en vida. Estructurado en dos partes, “La edad bajo la lluvia” y “Esquinas de ciudad”, el texto advierte la entrada de la noche y su salida. El desespero del autor por la llegada de un radiante día no se disimula mientras el peso de septiembre convive en cada tragedia cotidiana: algunos se acomodan y se distancian, unos traicionan y pactan, otros siguen disimulando para dar un golpe particular en el negocio de la política… Con la aparición del sol, cada cual muestra su verdadera piel y solo quedan los que tienen luz propia; como ha escrito José Martí: “Nunca es más bella la luz que después de tenebrosa noche”; como ha cantado Silvio Rodríguez: “Quedamos los que puedan sonreír/ en medio de la muerte, en plena luz”.
Los textos recogidos aquí son versos de la vida que sangran y sueñan; poemas vitales que caminan por Valparaíso; poesía dinámica que avanza con las horas a favor del tiempo; poética del ser humano, la de un poeta frente al mar. La sed acumulada de justicia social pendiente, la angustia que provoca en el poeta y que hace temblar a cortesanos con una permanente espada de Damocles sobre sus cabezas, el ansia de que los muertos que pululan por la ciudad al fin descansen en paz, cobran en este poemario una dimensión que va más allá de la estética y de la política para adentrarse en una lucha ética diaria que debe predominar hoy entre los revolucionarios verdaderos de Nuestra América, independientemente de los partidos en que militen y de los estilos poéticos que abracen. A buen paso atraviesa la noche, de Alejandro Lavquén, es su obra de madurez y recuento, de recurrente rebeldía emocional y nostalgia constructiva, repasadora de pasados y simiente del sueño de unidad americana de los hoy Estados Des-unidos del Sur, como afirmara Francisco Bilbao; de pertinaz insistencia en la “necedad” de permanecer luchando por encima de distancias sospechosas, silencios cómplices y mediaciones traidoras, para consolidar una obra poética y de vida que nos alienta a continuar “hasta la victoria siempre”.
Isabel Gómez
Hay quienes se preguntan, ¿cuál es el rol que cumple el poeta y la poesía hoy?, en esta época de la posmodernidad, de la globalización, de la cultura de mall, se dice que el poeta ha dejado de tener un valor social, más bien es ignorado y sus libros permanecen en estanterías que nadie visita. En nuestro país las últimas estadísticas, en relación a la población lectora, enuncian que somos un país que no lee y son estas mismas estadísticas las que nos sitúan muy por debajo de la norma. Sin embargo, los libros de poesía continúan editándose y esto viene a constatar que la poesía está más vigente que nunca, que los poetas tienen algo que decir en esta sociedad amorfa y que no solamente debemos escucharnos nosotros mismos, sino más bien ser sujetos sociales que inviten a la reflexión, a la crítica, al diálogo. Es así como celebro la publicación de: “A buen paso atraviesa la noche”, nuevo libro de Alejandro Lavquén, que viene a confirmar su preocupación, no sólo por escribir poesía como un ejercicio banal, sino más bien utilizar este arte como una herramienta que nos permita ser un aporte real para cuestionarnos la existencia desde una mirada crítica, indagadora, reflexiva, que vaya al encuentro de nuevas interrogantes. El autor nos dice: “Me siento ajeno a esta época/ de transiciones apócrifas,/de rostros y cuerpos cromados/ ocultándose en el silabario/pueril de la uniformidad…”. Se escribe porque se vive, por la misma razón que vuela un ave, nos dice el autor, así la poesía es una viajera que se impregna de nuestros sentires, y se mueve en las subjetividades del ser que trasciende el día a día, que vuelve sobre sí mismo cada vez que el día concluye.
Sí, es probable que el poeta no vuelva a tener un papel protagónico y relevante en la sociedad actual, mas, no es menos cierto que la poesía siempre se encargará por encontrar un lugar no contaminado, por los aires de esta mal llamada modernidad y respire, por el contrario, el silencio del ser que se busca a sí mismo, que lucha por reencontrarse consigo mismo, que se siente ajeno a este sinsentido de una sociedad que nos abruma, que nos posterga a los rincones más apartados del yo. La palabra verdadera es aquella que no nos consume, aquella que no sucumbe a la modorra existencial, porque a buen paso atraviesa la noche, y es la oscuridad la que viene en nuestro auxilio, la que nos ayuda a reencontrarnos, pero también la que nos mantiene alerta ante el desconcierto total, la indiferencia y la ausencia de sentidos. Lavquén plantea: “La soberbia de la urbanidad/ va sepultando los barrios/ de la infancia. /Junto a ellos se observan las tumbas/ de los amigos extraviados/en el silencio de la adultez”. El cambio de la ciudad y su paisaje urbano va transformando nuestras vidas, aquí la infancia es una experiencia que quedó adherida a antiguos paisajes que sólo existen en nuestra memoria, en el silencio de las veredas que ya no son las calles donde nuestro imaginario infantil, construyó las historias de nuestra niñez. El espacio ha sido modificado y con él nuestras vidas.
En estas páginas la muerte es un tópico que se articula para y desde la memoria de los cuerpos. Cito: “Hoy los muertos no me duelen como ayer./ Hace mucho me han dejado sordo y frío”. En estos versos la muerte es vista como algo natural, una prolongación en el tiempo, un cambio en los elementos: “Los que ayer soñamos el sol,/avanzamos también como el agua…”. Aquí la existencia es el caos y la muerte la pasividad, la amiga íntima, la amante que sobrevive, bajo este escenario la palabra trasciende y se instala más allá de la existencia. Bajo estos prismas se construye un imaginario en el que perviven temáticas que nos invitan a profundizar aquellos tópicos que cohabitan en una realidad fragmentada, es así como transitan por estas páginas los secretos de una época que lucha por trascender más allá del tiempo, aquí el poeta es un vigilante sagaz enarbolando los triunfos y fracasos de una época de ausencias, una época oscura, con muchos “silencios y distancias”.
“A buen paso atraviesa la noche” es un texto poético que enuncia la problemática de los sujetos sociales que no se sienten cómodos, en esta sociedad que los ignora, que los minimiza, que los posterga. Sin embargo, el discurso poético planteado, nos exige recuperar espacios de reencuentro consigo mismo, replanteándonos esta sociedad en donde se ausentan cada vez más los valores y la solidaridad humana. Es ahí donde descansa su valor más intrínseco, ya que la poesía nos debe servir, ante todo para humanizar. Porque: “La ciudad estalla en los suburbios/su sombría sonrisa de mall,/símbolo del éxito/al marchitar el tiempo un siglo más…”. No debemos ser indiferentes a esta realidad, la poesía nos exige compromiso, porque cuando todos observan con la mirada indiferente, los poetas deben ser transformadores, sujetos lúcidos, una forma de mantener viva la memoria, porque: “Un hombre cava su tumba/a los pies de su memoria”.
El hombre común y los hechos comunes tienen su espacio en este libro, el discurso poético se detiene, en los sectores sociales que son desapercibidos por el resto, sobre todo ahora que el espacio urbano ha sido amenazado por la mal entendida modernidad, siendo destruidos. En estos lugares circula y trasciende la cultura popular como una fuente de inspiración que va más allá del conocimiento académico. “Amo las cantinas/más que el aprendizaje académico/de toda mi vida…”, nos plantea Lavquén. Estos lugares comunes escriben otra historia, no aquella que transmite la historia oficial, sino aquella que enuncia. “Escribo un poema con mis cicatrices”. Y también las cicatrices del otro, porque es un libro en donde se conjugan los tiempos reales con los tiempos imaginarios, el espacio propio y el espacio del otro, en donde se enuncia una ciudad con sus sombras y su luz y la escritura como una herramienta llena de sentidos y significados que nos permite entender la existencia y en ciertas ocasiones no entenderla, porque como dice Julia Kristeva “Se olvida el tiempo pasado cuando no se tiene nada que decir a nadie”. Ese es el sentido que nos otorga la palabra.
Dinko Pavlov
Presentación del texto de Alejandro Lavquén, A buen paso atraviesa la noche (Ed. Mosquito, 2009), un día cualquiera de nuestra amistad, sin haber sido pedida por supuesto.
He transitado desde hace tiempo por la literatura de Alejandro Lavquén; “del Lavquén”, como lo pronuncian algunos con cierto dejo, pensando en rebajar su condición humana con el apellido mapuche que asumió en las letras. Me costó ir recibiendo sus mensajes entreverados, sus signos vitales, a pesar de que nada hay escondido, me ha hecho acreedor a sus verdades desde los albores de nuestra amistad; y aunque siempre he buscado esa fecha en mis efemérides personales, no he tenido suerte, se pierde en el pasado, habiéndose ido fraternizando tanto, hasta llegar a pensar que hemos salido de un útero común.
Mientras más lo leo, más convencido de que nada sale de ese intelecto que no haya sido investigado primero por los sentidos, por los cinco puntos cardinales de su espíritu inquieto, filosofía de lo inefable, de lo que el resto quisiera esconder, en la poesía Lavquiana reaparecen las verdades como corchos que se sueltan desde el fondo del mar (y lo extraño es que ello no le resta lírica).
Hasta en la ternura muestra una avaricia y reticencia, pero sin darse cuenta la pide como el oxígeno. Desfilan por sus versos: postales porteñas mostrando escaleras y ascensores, transitados hasta el hartazgo desde joven, tendederos atiborrados de prendas interiores e intensos cariños, que se muestran para luego esconderlos cerrando las manos, como mago que teme que descubran sus viejos trucos y secretos; esas balas exterminando a sus vecinos y a sus recuerdos del barrio. Un maestro diría, para los silencios entre palabras encerradas, que darán a luz en el cerebro del lector, a los días de leídos. Aún le quedan en la pluma, razones de la naturaleza para contraponer a estas conductas farandulescas, tratando de llamar al equilibrio. Este es Alejandro, agregando un botón más de muestra a su creatividad poética innegable. Aunque esta opinión venga de su cercanía afectiva, no es óbice para opacar mi objetividad.
David Bustos
Me atrevo a afirmar que Sacros Iconoclastas, del poeta Alejandro Lavquén (1959), es lo mejor que nos ha ofrecido desde su primera publicación (Canto de una Década, 1981). Esto también quizás ayude a confirmar la premisa del poeta argentino Leónidas Lamhorghini, que dice que antes de escribir hay que publicar.
La literatura tiene distintos grados de urgencia, la poesía escrita con premura no siempre arroja buenos resultados, subrayo lo de «no siempre arroja buenos resultados porque hay casos singulares y excepcionales, sin ir más lejos el de Manuel Silva Acevedo, autor del poemario Lobos y ovejas (1976) que fue escrito (según el poeta) de una sola sentada y que es quizás el libro más emblemático de su conocida trayectoria. La idea de la urgencia, entonces, ha perdido relación con la calidad del o los textos. Siempre hay excepciones a la regla, basta con recordar que J. Joyce para escribir Ulises tardó 15 años.
Digo todo esto, pensando que Sacros Iconoclastas (Mosquito ediciones, 2004) de Lavquén es, a mi parecer, el primero de sus libros, considerando que los textos anteriores (Atardeceres y Alboradas, La libertad de Pérez, El hombre Interior, etc.) tienen más bien aires de poesía ocasional y por lo tanto de escasa profundidad y repercusión.
Sacros Iconoclastas, a diferencia de los intentos poéticos anteriores, no se estanca en ese lirismo frugal y advenedizo, ahora éste se ha tensado, dando un paso adelante en su profundidad y sensibilidad para proponernos un texto poético que tiene varios grados de lecturas. El poema XVI, quizás sea un buen ejemplo de cómo el sujeto lírico esculpe materiales aparentemente disímiles (mitología griega, poesía social o crónica roja) condensándolo de esta manera: “De la mano ensangrentados/ los ancianos sobre el lecho. / Dos tazas de té aún humeantes./ Cuentas de agua y luz/ ahogadas en el piso./ Las enfermedades dolor/ de la pobreza y Esculapio/ prisionero de los mercaderes/./ Un pacto de amor. Dos balas y el derecho/ de sus sombras al país de los Hiperbóreos, / donde Admeto y Alcestis los esperan/ con la mesa servida”. El autor ocupa el caso de Juan Beltrán y Blanca Jiménez (según explicación a modo de epígrafe del autor) ambos esposos, ya ancianos, que se suicidaron abrumados por su pobreza. Por otro lado, Admeto y Alcestis serían las figuras arquetípicas que ocupa el sujeto para unir estos dos estratos (mitología griega y crónica roja). Admeto es rey de Tesalia y uno de los argonautas, que fue informado por Apolo que lograría la inmortalidad si encontraba a alguien que se ofreciera a morir en lugar de él. Alcestis amante esposa de Admeto ofreció su vida por él y descendió al Averno siendo rescatada por Hércules.
Sacros Iconoclastas va tomando elementos o hilos arquetípicos de La tragedia griega y los va hilvanando con la crónica roja o la poesía social. Por eso no es extraño ver a las etnias del mundo al lado de Zeus o Ares o 120 Santa Rita y Ganimedes en un mismo poema. En este afán del autor no hay sólo un voluntarismo de hibridez de combinar registros distintos, sino una clara conciencia, un conocimiento de la tragedia, de las lecturas y relecturas de Eurípides, Sófocles y Esquilo como para poder articular con acierto este procedimiento poético que tiene un frescor de belleza irreal. Digo irreal, porque Lavquén desmonta de la mitología griega lo que necesita, lo mismo que con su preocupación políticas-sociales, y lo vacía en un nuevo elemento de contenido distinto a los orígenes de los cuales se nutre.
La última parte del libro está compuesta por un extenso poema escrito en prosa que se titula “Satángel”. Un poema seudo filosófico de tono grandilocuente (veces Rokhiano, veces Nietzchiano) que funciona independiente del conjunto de poemas que lo precede y que a primera vista parece un añadido, pero está totalmente justificado desde el punto de vista de la tragedia (la lucha contra un destino inexorable, el conflicto con el poder y el tono grandilocuente). “Satángel”, es realmente la voz de Sacros Iconoclastas, el ángel caído, el paraíso perdido; aquí Lavquén nos entrega lo que creo cumbre del libro, resuelto, con un manejo ágil de la prosa y con imágenes reveladoras. ¿Quién es este Satángel? Dejemos que nos hable el autor: “Me han llamado azufre/ y me han llamado miedo,/ más soy la ciencia y la libertad”.
Bachtin dice acerca del artista de la palabra, que tiene como fin último superarla, pues el objeto estético crece en las fronteras del lenguaje. Sacros Iconoclastas es el mejor ejemplo de este desborde, para Lavquén, que en sus principios líricos se centró en el centro agotado de los sentidos y ahora muestra una clara intención de riesgo, una propuesta que sin lugar a dudas le saca varios pasos de ventaja a lo que anteriormente había publicado, y que en consecuencia asoma con fuerza e interés dentro del panorama de los libros de poesía publicados este año 2004.
Gregorio Cádiz
Muchísimos son los estilos y rigores de la poesía, tantos como poetas, porque se trata, en última instancia, de maneras de hablar, de tonalidades, de temas, de intensidad y fulgor. Uno puede imaginar, al margen de retóricas, grandes vertientes caudalosas: la poesía cercana a la intimidad, recogida, discreta, casi para ser susurrada, y la otra, la poesía de la calle, hablada en voz alta, cercana a veces a la épica, con acentuado tinte social, aunque no siempre de compromiso y lucha. De esta segunda vertiente son los poemas de Alejandro Lavquén en el libro “Sacros iconoclastas”, editado pulcramente por Ediciones Mosquito.
El título intriga. ¿Sacros?, es decir sagrados, ¿Icococlastas?, destructores de imágenes, luchadores contra los ídolos. Las palabras parecen antagónicas, pero no lo son. Son los respetuosos de lo sagrado –como expresión de lo esencial del hombre- que al mismo tiempo deben ser destructores de las imágenes y los ídolos perversos, instalados en la pugna entre el bien y el mal, la justicia y la explotación.
Son treinta poemas breves y uno extenso escrito en prosa –Satángel-, dos partes, por así decirlo, que tienen más contactos de los que aparecen en la superficie. Lavquén, con sensibilidad e inteligencia asume el mestizaje cultural en que vivimos, mezcla de realidades del Primer Mundo con las tragedias y miserias del mundo pobre y humillado en que se cruzan tradiciones culturales de profunda raigambre. “Extraños parajes,/ ciudades híbridas,/ se reiteran llamándome”, dice el poeta. El mito griego transita por la vida cotidiana y el arquetipo aclara o aporta misterio. En un pacto de amor, dos ancianos se suicidan abrumados por la pobreza: “Dos balas/ y el derecho/ de sus sombras al país de los Hiperbóreos/ donde Admeto y Alcestes los esperan/ con la mesa servida”. Aillavilú esquina de Bandera se traslapa con la Atenas de Sócrates o un recodo de Tebas, dioses y semidioses se mueven entre cielo y tierra. El mítico bar 777 se convierte en Monte Sietino y el funeral de un luchador popular es una metáfora en que Prometeo recibe “de aquel viajero/ el fuego que se multiplicó/ en la periferia de las ciudades”, mientras ante la marcha del cortejo: “avergonzados, algunos/ apóstatas,/ lloran la consecuencia ajena”.
El efecto es notable, también por el cruce de tiempos y sentidos. “El legendario rey Minos golpea su orgullo/ contra lo imposible/ los rebeldes escriben su utopía/ en las alas del poder/ Ícaro sacrifica su juventud./ Dédalo vuela hacia la libertad”, es un buen ejemplo y también estos versos: “África arde como un diamante./ Los hijos de Memnón/ caen famélicos en la gigantesca/ fosa común./ Un continente estalla frente a las pulidas ventanas/ de la Atlántida”. En los versos está la lucha revolucionaria. La rebeldía no ahoga la lucidez: “Se nos ha vuelto costumbre/ recoger nuestros muertos/ desde el campo de batalla/ mientras sus sombras/ claman digna sepultura”.
Mientras los poemas anteriores discurren entre coordenadas reconocibles, con claridad y relativo orden, Satángel –el último poema, en prosa- es una cala en un mundo caótico, donde impera el sin sentido de la crueldad y la explotación. El protagonista –mezcla de poderes angélicos y sustancia humana- vigila, observa y participa. Sufre con el dolor de los otros y los tormentos propios, sin dejar, por eso, de amar y sostener una obstinada esperanza. De la mano de dos amigos recorre Valparaíso y sus círculos infernales, los espacios de luz, las plazas, las escaleras y los oleajes. El lenguaje se hace estrecho para contener el caos. Héroes como Lautaro, Espartaco, Túpac Amaru y Quilapán se codean con los dioses griegos y también con Gloria Trevi y la Virgen María. La prosa se hace retorcida con cierta influencia rokhiana, pero sin perder su propia propuesta: “Cuatro veinte y madrugada, cuatro veinte y madrugada. La hora en que se duermen los empresarios sin recordar los ríos de sangre espesándose en los ojos estrangulados de los sembradores de plusvalía, destrozados en sus músculos y esperanza”. O en estas otras palabras: “la baba del capitalista masacrando y el sarcófago de la gran revolución entumecido, aullaban cada uno por su lado”. Y en estas líneas: “Nada sobrevive sin el combate de quienes liberan la virginidad de los astros en la geometría de la conquista, para luego chorrear magistrales teoremas en la piel de los asteroides”. Satángel no tiene el diabolismo de Maldoror. Es un testigo-actor comprometido con el bien y la justicia, enfrentado a un mundo corroído, monstruoso y decrépito, que lo desgarra con su ignominia y lo lleva a lanzarse –con fría determinación- contra la “eternidad de los siglos”.
Isabel Gómez
La historia la podemos recepcionar e interpretar de distintas formas. Es determinante en dicha interpretación nuestro mundo ideológico, nuestras subjetividades, todo aquello que queremos aprehender hacia nuestro imaginario, que nos permita acercarnos a la realidad y rememorar pasajes de ella que están presentes y que cobran vigencia cada vez que buscamos un referente desde donde sostener nuestro fragmentado ser.
“Sacros Iconoclastas”, nuevo libro poético de Alejandro Lavquén testimonia pasajes de nuestra historia, de lucha, de reivindicaciones, de pesares. En estas páginas, lo sacro y lo iconoclasta construyen un imaginario a través de sucesivos viajes por los misterios del ser, este ser que camina en su soledad, ausente de dioses, sólo con la certeza de vivir bajo el desamparo de las individualidades, las cuales están por sobre el pensamiento del saber ser que tiene una visión integradora de la realidad, donde indudablemente, necesita la cultura del otro, para construir a partir de esa experiencia un imaginario colectivo, un mundo en donde lo onírico retorne y le dé sentido a nuestros días, un mundo en donde nuevamente afloren los anhelos, los asombros, sin embargo “los hombres intentan negar sus rostros/ ante el juicio/ de las nuevas generaciones/ Han dejado turbio el corazón/ de las aguas y agrietado/ el aire en la boca/ de otros hombres.”. La dicotomía dada entre lo sacro y lo iconoclasta, es parte del discurso poético que enuncia y denuncia, a través de tópicos que comunican la compleja sociedad actual, amparada por sistemas políticos que han postergado al ser humano al caos existencial en donde difícilmente sabemos vislumbrar diferencias reales entre el bien y el mal, en donde el mundo, promulgado por Atenas, de la belleza con sencillez, es un anacronismo más del paisaje urbano, este mundo, al decir de Platón, donde el verdadero conocimiento del bien no interesa, a pesar de ser el único conocimiento que nos permite sostener en armonía; la verdad y la virtud. En “Sacros Iconoclastas” el sujeto poético es un sujeto social, un sujeto histórico, un sujeto cuyo destino sólo testimonia situaciones de indefensión y en donde el abuso de poder atañe la dignidad humana. Sin embargo, el ser aún cree en las utopías y lucha, a pesar de la adversidad por sostenerlas. Cito. “El legendario rey Minos golpea su orgullo/contra lo imposible,/ los rebeldes escriben su utopía/en las alas del poder./ Ícaro sacrifica su juventud./ Dédalo/vuela hacia la libertad”.
El hilo conductor que sostiene este libro es la relación que existe entre mito y realidad, los personajes de la mitología griega deambulan por estas páginas y a modo de denuncia profetizan las injusticias de este siglo, el abuso del poder, es así como Tiresias, quien obtuvo de los dioses el don de comprender el lenguaje de los pájaros, nos anuncia la torpeza del ser, a modo de ejemplo cito: “Atenea blasfema/ su ira/ por la terquedad de la gente./ Calcas y Tiresias, los videntes,/ elevan profecías/ desde sus huesos”.
La cultura greco-latina ha influido directamente en nuestra racionalidad, en nuestras conductas, y nuestra propia visión del mundo occidental. La cosmogonía de los dioses muchas veces ha determinado el comportamiento humano, como por ejemplo Prometeo quien entrega la sabiduría a los mortales, motivo por el cual es castigado, estas formas de actuar son un continuo en la existencia del ser occidental, conductas que son recogidas para volver a explicarnos el sentido y los sin sentidos de la existencia. El leer este libro “Sacros Iconoclastas” creo que tiene la virtud de cuestionarnos la realidad a partir de otras ya enunciadas en la cultura griega, el poema es el cuerpo que habla y nos acerca a estos íconos, referentes obligados para entendernos, inquisitivos de nosotros mismos, personajes lúgubres del siglo XXI esperando que algo ocurra para dejar de sentirnos simples espectadores de un mundo donde otros deciden qué hacemos, aunque es cierto que, “Cayó la noche sobre la tierra,/ aunque allá en la frontera, /Prometeo no claudicó jamás en su lucha revolucionaria”.
Fantasmas atrapados en su propio duelo. Ediciones Tinta Roja, enero de 2013. Edición artesanal de la cual solo se imprimieron 100 cuadernillos. Fotografía de la portada: Alejandro Wasiliew.
Fantasmas atrapados en su propio duelo, es un poemario escritor en prosa que consta de dos secciones: La primera parte titulada “La tardanza del mundo”, que incluye textos escritos en el año 2007. La segunda parte se titula “Donde levantan vuelo las proclamas”, e incluye textos escritos entre los años 1997 y 2007.
Había una vez en el Olimpo. Mitos y dioses griegos. Alejandro Lavquén. Ilustraciones de Marcelo Jara. Editorial Zig-Zag. Mitos y religión, 166 páginas. Formato: 13,00 x 18,5 cm. ISBN: 978-956-12-2633-3. 1ª Edición: Diciembre, 2013. También en versión digital (eBook). Libro aprobado como lectura escolar.
Este libro reúne una selección de los principales mitos y leyendas de la mitología griega, los más universales y estudiados. Se expone lo esencial de cada mito con un lenguaje ameno y siempre manteniendo de manera fidedigna cada uno de ellos. Además, se incluye una lista con breves reseñas bio-bibliográficas de los principales autores clásicos, tanto griegos como latinos, que escribieron sobre este tema y cuadros genealógicos sobre los principales personajes mitológicos tratados en el libro. Su objetivo principal apunta a la enseñanza escolar.
Patricia Acosta A.
Santiago, julio de 1995.
Sin duda, Alejandro Lavquén, ha sido un faro que vigila el mar; cerros que rodean envolviendo la ciudad; niños que corren tras las gaviotas en las caletas; embarcaciones que diariamente sienten el mar y el viento; casa afirmada como espada en los cerros; gaviota que recorre el cerro refrescándose en el mar; ascensor que escala los cerros; bar que acoge a los marinos junto a sus penas; mirador por el que pasean los enamorados; canción que sale de los labios de las mujeres que esperan el próximo barco; lluvia que limpia acariciando las calles y laderas de los cerros. Sin duda ha sido Valparaíso …
Solo de esta forma podemos explicarnos lo bien que ha captado y atrapado el alma de Valparaíso, este Puerto Inevitable.
Como es natural, la poesía provoca en cada uno algo diferente; inexplicable e inimaginable por otro. Es como la sensación de los colores o del amor. Este sentimiento depende de nuestra propia historia y metas, lo que da paso a nuestro propios sueños, insípidos e incoloros para otros.
Valparaíso es un sueño de Alejandro, un sueño que es realidad, que al parecer lo ahoga e impulsa a verter sobre el papel sus pesadillas y fantasías llenas de olor a mar, casas colgantes, desvanes, corroídos balcones, cerros cortados con bisturíes, pescadores que tejen olas, calles laberínticas, así como también hombres que nos enseñan la realidad de los sueños. Agradecemos este gesto, pues a través de él la magia del puerto y la poesía nos seduce convirtiéndonos en ágiles marineros recorriendo los rincones más recónditos del puerto y sus sentimientos.
En este libro, Valparaíso Poemario, nos muestra las diferentes facetas del hombre y el puerto. Los sentimientos como los amores que ha sufrido Valparaíso, Alejandro Lavquén los rescata fuertemente en sus propios amores. Noches de mar y ternura nos embrujan e incitan a seguir descubriendo los pasajes de estos escritos. Por ello, debemos ser cuidadosos ante el peligro que encierran estas páginas; el peligro de estos poemas que nos enredan en sueños con gran realidad, en amores que dan paso al odio, en alegrías llenas de tristezas, en días seguidos de noches, en cielo y tierra, en fin, en una dualidad interminable que nos envuelve impulsándonos a vivir intensamente cada una de las palabras que esconden tras de sí un significado que escapa a nuestra imaginación, incluso, muchas veces a nuestra comprensión.
Este viaje por Valparaíso es protagonizado por el vuelo del poeta acompañado por la libertad, esperanza, soledad, alegría, ternura y tristeza; también por personajes increíbles como Un cirujano misterioso que:
ha cortado el cerro
con su fantástico bisturí”.
Lo bello de la cotidianeidad también se nos muestra a través de estas páginas, ello nos soborna y nos obliga a acudir a la geografía poética y a visitar Valparaíso para encontrar en él la locura de ser un visitante mágico como lo es Alejandro Lavquén.
En sus poemas, Valparaíso, Puerto Inevitable y Valparaíso, la biografía del puerto es descrita en una encrucijada de palabras que en su conjunto llevan al lector a una experiencia de profunda imaginación y sentimiento. El mar nos moja con su aliento húmedo; el sol nos abriga con su cálido manto amarillo; los cerros nos impiden el paso invitándonos a escalarlos; las calles nos deslizan por la ciudad; los pescadores y sus mujeres nos cuentan sus más recónditos secretos; los ascensores nos llevan a las estrellas para así, desde el cielo observar al puerto sin nuestra presencia, pero con su poeta y el encanto vivo del:
Laberinto seductor.
Rompecabezas de madera,
cemento y alturas;
de túneles y escaleras
dispersas al ritmo
de gaviotas y ascensores.
Puerto americano
crecido a golpes
de temporales
y pobreza arcoíris.
Ciertamente, en Valparaíso Poemario encontramos vida, la fuerza del puerto inmortal ante el tiempo y los hombres. Valparaíso en la poesía de Alejandro Lavquén está vivo, nos cautiva e invita a compartirlo.
Juan Pablo del Río
Santiago, febrero de 1995
Alejandro Lavquén nos presenta sus Postales para no Olvidar como un marinero de tierra firme. Un argonauta urbano, solo, describiéndonos el paisaje inscrito en sus postales de viaje. Hombre atravesado por las imágenes. Pero éste no es un viajero contemplativo, más bien es el protagonista de su “Bitácora” que nos muestra las rutas de su periplo, como una especie de “pequeño Ulises”, así como todos nosotros en nuestra particular aventura por el ponto humano.
Descubrimos en su escritura a un romántico solapado (a la manera antigua) pero revitalizado en su fórmula estética. Se advierten influencias del gran Rubén Darío: “… iré raudo en mi sepulcro, lleno de acordanzas, inmerso en una noche de lluvia…”; “…El tigre asiático engorda con el sudor engrillado de los rebaños…” de los poemas “ Relatividad de lo eterno” y “ Cotidiano 1994”. No faltan desde luego, lo guiños a Neruda y Pablo de Rokha (poetas no alejados del todo en lo poético formal).
Alejandro Lavquén se autodefine a la manera de los combatientes ideológicos de antaño. Lleno de furia dialéctica y materialista. Aunque respetamos su fe política, creemos que en algunos poemas de corte “social” no existe la fuerza y la belleza de otros. Y pareciera ser que solo en textos como “Poesía y Compromiso” lograra el anhelado equilibrio entre lo ideológico y lo poético.
Encontramos mayor profundidad en sus poemas más alejados de la razón y lo meramente discursivo; como también en su poesía de temática más simple (entendiendo lo simple como lo menos pretencioso ) y cotidiana. Pareciera ser que mientras el poeta buscara lo totalizante y trascendente menos lograra encontrar estas dos virtudes tan codiciadas por los escritores.
Pese a que el oficio de poeta en estos días cae en una suerte de anacronismo, debido a las andanadas de escepticismo, dispersión y a la terrible descarga de sobre estímulos sensuales que el sistema nos entrega. El poeta se mantiene VIVO en medio del ruido, dando testimonio de verdad y misterio en su encuentro íntimo con el lector. Levantándose como un árbol o un animal en vías de extinción, ofreciendo resistencia a los embates de la realidad terrible, que intenta ahogarnos en el pantano de lo vulgar y aparente.
Todo marinero tiene un mar y un puerto donde arribar. Alejandro Lavquén nos invita a que abordemos su nave (su poesía ) mediante una carta postal “La Misiva” o “Volando hacia el interior de Valparaíso” (tal vez el poema más logrado). Nos llama a encontrar en la pasión lúdica de un poema de amor, ese aire de esperanza que necesitamos para poder seguir viviendo.
Todo poema es testimonio de vida, pese al dolor y la tragedia que en ellos se pueda encontrar. Todo poeta es un luchador que resiste en la trinchera de su poesía. Hay ocasiones en que enceguecidos por nuestras razones, no logramos vislumbrar el “verdadero” carácter de nuestra impronta. O comprometidos por la fuerza de ciertas catedrales humanas, no podemos comprender la voz de la creación que nos habla en el interior de nuestro espíritu. Somos pasajeros en este mundo y el recuerdo de nuestras obras sólo puede interesar en la medida de que éstas estén cercanas a la VERDAD —¿Cuál verdad?— La verdad que todos los hombres conocen. Esa que jamás podrá ser extraviada de su esencia. La que en los “verdaderos poetas” llega a las zonas sensibles de su conciencia invisible. Y no estoy hablando en sentido figurado. Estamos vivos aún: grandes, pequeños, buenos, malos, megalómanos y autodestructivos poetas. Como marineros navegando en este barco fantasma. Sobre el mediodía terrible o en la tormenta de una noche de soledad.
Bienvenido Alejandro Lavquén, marinero de esta tierra. Has levantado el ancla sobre tus hombros. Contra “la nada quebrada de los apátridas”. Para así izar tu bandera y decir a ese hombre solo que camina frente a tu ventana, que el poema es una estrella más sobre el cielo negro. Apenas un destello en la superficie torva de este piélago.
Juan Nicolás Padrón
La Habana, Cuba
enero/ primer invierno del 2000
Una vocación irrenunciable al derecho de expresarse en versos con la reafirmación de sostener firme la inocencia, donde subyace la nostalgia —no como sentimiento decadente, sino como ingrediente previsor para la esperanza— va delineando una poesía reflejo de la bohemia y lugares malditos, alimentos espirituales para la construcción del poema, como otra forma de conocimiento que nunca será recogida en los más prolíferos ensayos. Ese viento de pesadumbres acumuladas que guarda el Sur sopla añadiendo un peso que al mismo tiempo desea volar. Ese reclamo persistente a la nitidez del nuevo, a la blancura de la leche, a la fuerza del nacimiento, tiene también el sabor del recuerdo. Los afluentes de tristezas navegan en un río de memorias. Es cuando la bohemia, con respiración de salitres y aguaceros, se presenta ante el tiempo azaroso de un poeta soñador que insiste en marcar otra edad insurrecta sumergida entre licores y bellezas, reclamando una vida desnuda más cercana al homo sapiens y más alejada de los invertebrados. La poesía así es sucesión de veranos y amaneceres vírgenes, de amistades y ambientes que se agolpan y se amotinan en la rebelión del recuerdo: recordar es volver a pasar por el corazón.
Inocencia y recuerdo: dos primeras claves para adentrarnos en la naturaleza de la poesía de Alejandro Lavquén. Por esta vía llegamos a las atmósferas suaves y cálidas que cohabitan en una rebeldía interior presidida por la humedad del erotismo. Si alguna expresión ha quebrado la suavidad del lenguaje, es para advertirnos que el poeta sigue fiel a una infancia sin contención, porque los niños siempre son desmesurados. De ahí que el paisaje del cielo siempre sea el primer testigo para el baúl de ternezas y desplantes que el poeta va desperdigando por estas páginas. Se trata de una lírica marcada por los derroteros del firmamento en complicidad con los misterios de la Madre Natura, a veces sin tiempo ni lugar concreto, puesto que alude a la eternidad y al infinito. El mar, siempre en la mirilla, y su sombra horizontal, es percibida en un contacto marino real con un olor a sal batido por rachas de imágenes que está presente hasta en los azuláceos contornos de las palabras. Las estrofas componen ciudades marinas desgarradas por el otro paisaje: el paisaje humano. Y el ser entra en el fresco, el semejante, que no el ajeno. Pero una confrontación con supuestos semejantes se reitera, con mucho énfasis para diferenciarse de “ellos”. De esta manera se modela una identidad minoritaria que se asfixia y se escapa de los “rebaños con celular”, de las presiones del mercado y del clan del poder. Su identidad en conflicto con esa existencia elige una ideal contra lo aparentemente útil y perfecto. Entonces se funde la libertad como palabra suprema –aunque la melancolía le acompañe- al amor a la poesía para enmendar una historia a la Historia, hacia una madurez emancipadora: “todo tiempo futuro tiene que ser mejor”. Y cierta rabia contenida por las injusticias, innombrable pero sentida, se transforma por la magia especial de la poesía en una inconformidad y rebeldía que se dan la mano con las ventiscas del tiempo. El pasado se injerta en un presente que sueña y se acumulan todas las edades posibles; en ese tejido se desarrollan aspiraciones negadas y por venir que el porvenir espera.
Así el poeta llega a la madurez de su ejercicio de vivir en la poesía; para ello convive con sus muertos y hace de esta razón discurso cotidiano desde la rabia y la ira para un anhelo fecundante que irradia buena ventura. Las Parcas tensan el estambre en su juego irónico y doloroso, por lo que el verso es breve y seco para mostrar lo enigmático y la perplejidad de las circunstancias. Otras veces amor y muerte se enlazan entre continuidades y rupturas proponiendo un ordenamiento diferente de Vida que se resume en una abreviatura: el poema. La intimidad es desbordada en la creación, crea inconformidades y frustraciones que se rebelan contra la inconformidad totalizadora globalizada, y de esta forma se margina al desobediente, al soñador. Una incesante búsqueda en su interior indaga hacia un sentimiento más intenso pletórico de cólera y lo traduce a la poesía. Nuevos inviernos deambulan en la imaginación del poeta y la verdad desnuda es una pedantería peligrosa no admitidas en quien se vuelve más joven porque su compromiso se afianza en esa verdad. Como ha dicho Silvio Rodríguez: “Menos mal que existen/los que no tienen nada que perder”. Y cuando la respiración estelar comience a soplar en la inspiración del poeta, éste alcanza un espacio sideral donde nos espera la Poesía, justo en el instante de otro nacimiento.
Isabel Gómez
Prólogo
Santiago, 1997
Todo acto poético es una acto en soledad, una experiencia en donde se ven implicadas emociones propias y colectivas hasta desprenderse en voces subjetivas y códigos lingüísticos donde podemos percibir mundos interiores, imágenes que se proyectan a través de la palabra. Alejandro Lavquén en “El Hombre Interior” maneja un discurso que siempre nos devuelve a la vida. Poesía cotidiana en la cual se entrelazan experiencias vividas o percibidas por el autor como propias: “Y en mis manos veo marchitarse/ una lápida con mi nombre…/ Suicida cae la tarde sobre mis versos sombríos.”.
Este hombre interior es un ser que se interroga sobre el mundo que lo rodea, no es un ser pasivo que observa cómo transcurren los hechos sin involucrarse e impregnarse de esta realidad: “Vi tras las rocas la sangre de la tierra/ ofreciéndonos su cáliz./ Endilgué por la ruta del asombro./ Pude ver las calles invisibles de las ciudades/ llenas de luz.”. Aquí la ciudad se nos presenta como un elemento por medio del cual nos involucramos con este hombre interior transformándonos en espectadores de como esta voz urbana se acerca y se aleja de la ciudad, cuestionando de esta forma su relación con el entorno : “Será esta ciudad mi futuro/ sus calles aprendidas casi por inercia/ porque no existían otras calles.”
“La poesía me obligó a vivir”, y obliga al poeta a no perder su capacidad de asombro, así como también su lucidez creativa con la cual trata los tópicos que se han hecho recurrentes en su discurso poético, como lo son : el amor, la soledad, el desamor ; la muerte, que es, quizás, donde alcanza su mayor expresión poética: “Tengo la posibilidad de morir con bellas/ lágrimas en mis ojos”. Y quién sabe si es entre los ardorosos candiles de la noche en donde se perfila la savia de lo indescriptible que da rienda suelta a las más inesperadas expresiones de nuestra vida.
Nano Acevedo
Prólogo
Lomas de Macul, Agosto de 1994.
Este hombre es un caminante, suele juntar en sus bolsillos cerros de migas para las palomas. Acostumbra a escribir en las murallas toda clase de libertades. Canta con la voz propia del mismísimo pueblo que suele aguardar en los mercados al nuevo Mesías. Alejandro Lavquén es un poeta sufriente y romántico, un terco andador de plazas, un amante taciturno que huye a las cinco de la madrugada por calles de hielo.
En “Atardeceres y Alboradas” nos pone a boca de jarro con sensaciones encontradas: una es su pasión militante que le ocasiona más de un tono discordante cuando abandona el poema y se sumerge en la arenga. Luego, susurra y duele, avanza en puntillas y propone d nombre de una antigua amada, lentamente como si resbalase, nos deja en el camino señales de su amor. Enreda en sus versos, mares y utopías. Su poema “Verano” es a mi entender uno de los más logrados. Concurren a este escrito, cierta dosis de nostalgia unida a un lenguaje de veras poético, que finaliza con un no menos emotivo colofón.
Por las trenzas de la lejanía,
lentamente escalan las
estrellas.
Más allá de las colinas,
escucho a la muerte
embriagarse en el pozo
del ocaso.
En la alfarería del poema le espera a este bisoño oficiante un mar de enseñanzas. Deberá labrar cada pieza, minucioso, cual si fuese única. Hurgar en el corazón de las palabras; pesar, oler, saborear el líquido de acero de las sílabas. No caer en la tentación del lugar común, del discurso flamígero, ni de la prosa de almíbar. La poesía debe asumirse como un noviazgo donde se debe alimentar a diario el amor y las razones.
De lo que estamos cierto es que, nuestro Alejandro Lavquén no ha de transar su difícil vocación de “descubridor maravillado”, en este paisito venido a menos, que suele sepultar en vida a sus mejores creadores.
Edmundo Herrera
Presentación del libro El hombre interior
Santiago, 1997.
Alejandro Lavquén, un poeta que busca códigos para proyectar su humana experiencia. La poesía nos ayuda a vivir porque su palabra camina con paso seguro. El primer texto se inicia con fuegos invisibles: “La poesía vino a mí encuentro./ Trajo hasta mis sentimientos sonámbulos/ la esencia secreta del lenguaje”. Hay sinceridad, emoción interior. “Mientras quede memoria, habrá esperanza”, nos había dicho en su libro la “Libertad de Pérez”.
Tiene lucidez cuándo nos ofrece su vino agridulce; asombro que cada día le aparece sostenidamente. Se va llenando su vida de las cosas y de los gestos humanos. Su poesía nos puebla con su ternura, la que dedica. Sus espigas al viento nos conmueven. La poesía amorosa, en este libro, lo atrapa. El escritor y músico Nano Acevedo, cuando presentó “Atardeceres y Alboradas”, dijo: “Alejandro es un poeta sufriente y romántico, un terco andador de plazas, un amante taciturno que huye a las cinco de la mañana por calles de hielo”… “El hombre que escucha a la muerte”. “Nos pone a boca de jarro con sensaciones encontradas”.
“El Hombre Interior”, que hoy presentamos, trae un aire cálido que sobrevive y se eterniza, porque canta con pasión: “bebiendo el licor/ de un golpe de eternidad”. Alejandro canta al amor, esa semilla que repica en la sangre, ese mar que se agita en los huesos, ese aire que no cesa de ser golondrina y trigal. Ahora conoce el idioma de los árboles, va por las ciudades, por el verano. El otoño con sus organilleros le susurran en el oído. Le canta a la mujer, la que será su futuro, la que vendrá a iluminar su puerta abandonada. Este poeta que acostumbra escribir en las murallas sus gritos de libertad, es el mismo pueblo, el ciudadano civil que sueña aún.
Un libro, sumado a otros, va formando el caudal de un río que es necesario no dejar pasar sin ver qué traen estas aguas que bajan sin cesar. Muchos sabemos de su existencia, muchos queremos y apreciamos su obra. Un poeta que nos entrega en cada obra parte de su humana alegría. Los dolores le acuden cuándo va entre las multitudes: “A lo lejos escucho pasos, se detienen/ y luego se marchan/ como cada amanecer/ se duermen las estrellas”. Alejandro es un trabajador de la cultura las 27 horas del día. Aunque se oscurezcan los barrios, él, a lo ancho del camino, está alerta, vive en poesía; se moja con este rocío porque la poesía, lentamente, moja hasta llegar a la médula. Así lo sentimos en su nuevo libro. En este texto, de repente aparece ese intenso compromiso político, como señalara un crítico sobre “Atardeceres y Alboradas”: “Intenso compromiso político recorre los versos de Lavquén…, que alcanza en algunos poemas considerable altura y densidad… Bordeando la obviedad del manifiesto, muchos poemas se internan en el sentimiento amoroso, marcado de melancolía, donde no faltan buenos y hermosos versos”.
Alejandro hace su trabajo, su oficio, con altura y dignidad. Clara, transparente, íntima, profunda. Densidad, sentimientos, lírica, comprometidos con la dinámica social, se expresan naturalmente. No hay misterio en su poesía, clara como el agua. Antonio Salgado, expresa de este poeta: “optimismo esencial”.
Sin duda que tendrá que seguir trabajando y reflexionando sobre su oficio para abrir nuevas perspectivas a su trabajo, un trabajo que merece atención, porque llega a muchas personas este compromiso social del creador. La sangre de este poeta está pegada a la noche, cuyo manantial crece cada día. Recrea el amor y la protesta; tiene su historia de amor, la levadura azul de sus sueños. Su experiencia se enriquece, y en esta búsqueda encuentra cartas marcadas con las cuales establece su código en la escritura.
Esta noche llega a la SECh, su casa, la casa de los escritores, la casa de los escritores jóvenes para que vengan a establecer su república y nos cuenten y cuenten su historia. Esta casa es para abrir el universo de los sueños que deben poblar nuestro país. Alejandro es un poeta que va soltando sus amarras para escribir sus propias y vitales experiencias. Su nuevo libro se hace pleno a medida que avanza en su historia. Un poeta que entiende su tarea; que la poesía no es filosofía.
Al recibir a Alejandro y su nueva obra, queremos expresarle un océano de afectos. Él es un militante más de los sueños y esperanzas que todos tenemos. Esperamos, en las labores que se vienen por delante, que se ponga el mameluco azul y venga al trabajo cotidiano, porque de pronto es un poco brújula loca y se nos desaparece. Su poesía navega entre la vigilia y el vértigo… Un abrazo fraternal, antes del encuentro con las estrellas que nos esperan en Estambul.
Edmundo Herrera
Santiago, 1998
Alejandro Lavquén, un poeta en la trinchera de la magia que necesitamos. Una poesía que trae el ritmo de la vida, donde los asuntos cotidianos pueblan su mundo. Levanta su voz urbana atravesado por las imágenes que sus postales —gota a gota— nos entregan.
Se arma de la “ardiente paciencia” de Rimbaud para afirmar con justa esperanza que la poesía se levanta y canta, aunque el cantor se quede solo y le cierren todas las puertas. Afirma sus pasos en el diario vivir, por lo tanto, la poesía es legítima, poesía que camina junto a todos los elementos que conforman la vida del hombre y las mujeres. Aquí está su canto que nos ayuda a vivir; aquí están sus “Postales para no Olvidar”. Porque el poeta es el que regresa del molino; es un viajero permanente. Su bitácora se llena de aventuras y hechos, su escritura se revitaliza cada día: “Los hombres empañan los vidrios/ de los autobuses…”. Canta a la vida, está en la trinchera amando al hombre y a la mujer. Critica la artillería de unos pocos contra muchos; lanza su grito contra las sierras eléctricas que extirpan el verde de la Tierra; reclama contra la codicia: “Los ríos se asfixian en América,/ al igual que una canción/ en la voz de un tuberculoso”.
Alejandro es un combatiente de la poesía, un romántico necesario, y como dice Juan Pablo del Río: “Da testimonio de verdad, se mantiene vivo”. Alejandro vive con su pasión a flor de piel, es un poeta sincero de esencia íntima. Comprometido socialmente. Nos gusta como canta: “Una hoguera huérfana/ en la noche, anuncia/ algo profundo/ reverdeciendo en mi frente”; “Otros caminos nos alejan/ en la marcha/ hacia el misterio infinito”. Llena su copa, nos ofrece el vino de múltiples fuegos, y aunque la riqueza no le acompañe “…juega a los naipes/ con el príncipe de los gitanos”.
Hermoso libro nos entrega Alejandro. Uno se interna en subterráneos y escaleras; sube y baja por Valparaíso, se llena de luces y cielos, de árboles, sueños y jugarretas. Libro con olor a poesía, con cuerpo de poesía, que toca la piel y la sangre. Hay una pasión de elementos que atrapa: enigmas remotos; manantiales; “pechos vegetales”; “En el lecho del amor, silba/ una mujer que estremeció/ todos los pudores…”. Hay vida en estos textos que conmueven: “Abandonamos ciertos lugares,/ tarde o temprano./ Antes de que ellos nos abandonen/ debemos partir…/ El equipaje es simple, jamás/ nos estorba:/ Un poco de rutina en los zapatos./ Ciertos sentimientos encontrados/ y la duda de volver…,/ hasta transformarse en un puente/ por el cual ya no podemos/ regresar”, nos dice el poeta.
Alejandro es un poeta que avanza hacia un destino claro en la poesía: “En nuestro corazón va floreciendo/ el laurel y la injusticia se marchita”, expresa en su canto. Se ve entero, florece cada día, levanta su corona roja de ternura y la esperanza es su bandera.
Antonio J. Salgado
Publicado en revista Punto Final/ diciembre 2012
No son frecuentes entre nosotros los libros sobre temas de la antigüedad greco-latina que tengan características de excelencia. Esto ocurre con Epopeyas y leyendas de la mitología griega, de Alejandro Lavquén (Ediciones Entrepáginas). El profesor Antonio Arbea, especialista en el tema y académico de la Universidad Católica, lo saluda con entusiasmo: “Mérito central de este libro es el hecho de que ha sido elaborado directamente a partir de las fuentes griegas fundamentales, haciendo de ellas una relectura que fue espigando aquí y allá la información y finalmente aparece ordenada y clasificada en estas páginas”. Califica al libro como “una importante contribución a los estudios clásicos”. Las fuentes primarias son decididamente sólidas: Argonáuticas, de Apolonio de Rodas, Biblioteca, de Apolodoro, Teogonía, Los trabajos y los días y Escudo, de Hesíodo, de Homero La Ilíada y La Odisea, de Ovidio La Metamorfosis y La Eneida de Virgilio.
El libro —de buena presentación—, está dividido en cuatro partes: la primera es “Los dioses”, la segunda “Seres fabulosos”, la tercera parte “Leyendas” y la cuarta, agrupa hechos colectivos fundamentales dentro de la mitología: la Centauromaquia, los Argonautas, el Jabalí de Calidón, los Siete contra Tebas y la Guerra de Troya.
En la cultura occidental es incuestionable la importancia de la matriz greco-latina. Inicialmente micénica y dórica se extendió a Roma, y de allí a lo que constituyó el imperio bizantino y el imperio romano propiamente tal. Con el Renacimiento hubo un despertar de las humanidades y del pensamiento y el arte grecolatinos. Los dioses y los mitos llegaron posiblemente de Sumer, Asia Menor, Egipto y tal vez de la India. A los largo de los siglos sufrieron modificaciones y se adaptaron a los cambios que experimentaba la sociedad griega y sus ciudades-estados. Zeus, el padre de los dioses, presidía el Olimpo y tenía autoridad sobre ellos. Los dioses omnipotentes eran, además, inmortales. Se relacionaban y hasta tenían amores y odios con los seres humanos y tomaban partido en guerras y aventuras.
Sus virtudes y vicios eran como los de los hombres y no eran especialmente compasivos con los pobres. Varios de ellos pasaron a ser arquetipos de personajes y situaciones. Las fuentes clásicas nutrieron durante siglos la cultura occidental. Hasta hoy, las humanidades grecolatinas son la base de la educación en las universidades fundadas en la Edad Media. El propio Marx hizo su tesis doctoral sobre Epicuro y Engels conocía las lenguas clásicas y la filosofía grecolatina.
Escrito con soltura, el libro se puede disfrutar casi como una obra de ficción y por momentos resulta apasionante. La opinión del profesor Arbea es categórica: “…es un libro inteligente que transita con originalidad y buen tino por el abigarrado mundo de la mitología griega”.
Por Nano Acevedo
Santiago, 1998
Alejandro Lavquén es un aguerrido combatiente de la palabra. Se parapeta, escudriña y al menor descuido despide el fuego graneado de su batería poética.
El trovador sueña, se llena de melancolía, arde en furias, rezonga y ataca, de pronto se detiene… llueve; hemos dicho que escapa en los inviernos desde los áticos, patrulla las calles con obsesiva gana. Es un gladiador que sale a matar y no importa que en el duelo se pliegue de adjetivos. Huidobro decía que los muchos, matan.
Áspero a ratos, empecinado, pretende cambiar el mundo, ¡Vaya tarea! ¿Cómo esperar libertades ganadas por el hombre, si este aún no obtiene su propia libertad interior? Votos, mas no voluntades. Intenciones, mas no acciones. Discursos, pero no cambios desde el fondo del ser humano. El individuo —local y material— está demasiado ocupado en su “estrépito y cenizas”, la fama, el poder, la gloria deslavada a la que apunta Borges.
Lavquén, fruto de nuestros días, arrastra a cuestas toda la rebeldía acumulada y la vuelca en el molde poético. Cree que cambiaremos el mundo y resulta válido esperarlo así.
Pero, ante todo, el poeta es remecido por el oleaje de los días, y en su espuma es crucificado por los ojos de esas mujeres: “Mis sueños, van de la mano/ con un volver a encontrar”. Son los fantasmas tercos que no ceden y regresan, que aproximan olores y siluetas, mas ¿dónde volver a encontrar el asombro que, en algún día, prendió el sur a nuestra memoria en el vaho de la lluvia? Así es la poesía: lanza, pluma, pájaro, espejismo, comunión, pedrada. O tal vez la vasija donde depositamos cantando la impotencia. Acaso un acto de amor, alto en la noche de los tiempos. El hombre siempre se ha de doler, las ausencias le arrancarán el corazón, los abandonos marcarán en su memoria, como en el vientre de un árbol, las iniciales gastadas.
Nostálgico como el Hotel de Presley, pasa sigiloso y se pierde en la multitud con su eterna camisa trashumante. En todas las esquinas habrá una amada que espera su verso trepidante.
Alejandro Lavquén edifica con golpe de martillo las sangres de su prosa. Todas las batallas le pertenecen y nada lo hará cambiar de parecer si de alzar la voz —siguiendo el catecismo rokhiano— se trata. Es un poeta de todos los días que va recogiendo por las calles el encargo de un pueblo que le reclama y él acude.
Isabel Gómez
Prólogo
Santiago, 1997
Jorge Teillier nos decía que la poesía es la universalidad que fundamentalmente se obtiene por la imagen. “Alegrías llenas de Tristezas” desprende del memorial colectivo experiencias de vida reveladoras de la más íntima manifestación del hombre ante sucesos inesperados.
“Morir y desaparecer, fue lo cotidiano”. El poeta se desprende en múltiples voces, hasta disgregarse sobre hilos sociales que nos envuelven en interrogantes aún presentes en el inmemorable esqueleto sudamericano sobre el cual vivimos.
Las páginas de estas Alegrías disfrazadas de dolor, o de este dolor disfrazado de alegría evidencian la diafanidad de las melodías de antaño a la espera de sobrevivir en las recrudecidas calles de hoy. “Evoco tantos detalles,/ que el paisaje se diluye/ en el estremecimiento de los recuerdos.”, porque como dijo Eluard: “Toda caricia, toda confianza sobrevivirá”.