Los niños de la playa de Gaza avizoraban el mar
con sus ojos palestinos, que son luz y asombro
como los ojos de todos los niños del mundo.
Jugaban con las olas, tan lejos y tan cerca de la muerte.
No lo sabían. No lo imaginaban. No cubrían sus rostros.
Eran tan sólo niños, armados como se arman todos los niños:
con sonrisas y manos, con fiestas y colores.
Pero del mar no llegaron gaviotas ni serpentinas,
sino bombas, desquiciadas ojivas arrojadas
desde la sagrada menorá,
como bolas de fuego del Armagedón.
Surcaron el cielo ángeles macabros con fuego en sus manos
y usurpación y genocidio en sus alforjas,
abatiendo miles de ojos palestinos.
La oscuridad cubrió los bellos ojos palestinos
de los niños palestinos.
Estallaron las sonrisas y las bellas manos que alzaban los colores.
Pensé en Sofía y Efraín, en Manuela y Vicente,
y en todos los niños del mundo que también tienen
los ojos palestinos de los niños palestinos.
Los niños de la playa de Gaza ya no juegan
en la playa de Gaza.
Las olas y la arena sangran con la sangre
de los ojos de los niños palestinos.
Allí jugaban con las olas y el balón.
Tan lejos y tan cerca de la muerte.
No lo sabían. No lo imaginaban. No ocultaban sus rostros.
Eternidad de plegarias y combate
por los ojos de los niños palestinos,
hasta que vuelvan a sonreír todos
los niños palestinos del mundo,
los de ayer, los de hoy y los de mañana.
Te levantarás Gaza desde el humo y los escombros,
te levantarás desde todos los ojos del mundo
que saben que tu patria ha sido saqueada
y ensangrentada, te levantarás y aquel día el sol
llevará en su luz las sonrisas de los ojos de los niños palestinos.
Los hombres despiertan como despiertan cada día.
Se levantan, lavan su rostro y beben café,
los que tienen como beber café.
Los hombres empañan los vidrios de los autobuses,
piensan en su paso por la vida,
o quizá, en la vida sobre sus pasos.
Los hombres caminan. Los animales caminan,
pero los hombres son hombres
y los animales son animales.
Todo es normal:
La artillería de pocos hombres se derrama sobre
los corazones de muchos hombres,
el romanticismo de la luna paga
sus pecados al Banco Mundial,
sierras eléctricas extirpan el verde de la tierra.
En Londres, el Big-Ben da la hora.
En Nueva York, la estatua de la libertad
sostiene su antorcha de piedra.
La codicia desgarra los estómagos africanos,
el tigre asiático engorda con el sudor engrillado
de los rebaños, voladores de luces,
como esperanzas bíblicas, inyectan dosis mortíferas
de apatía y carnaval en las conciencias congeladas.
¡Tengo hambre! reclama un despistado.
Una beata se persigna.
Los ríos se asfixian en Latinoamérica,
al igual que una canción en la voz de un tuberculoso.
La suerte rezonga en los hipódromos,
la lotería se duerme para despertar
un próximo domingo,
“el azar y la miseria, son directamente
proporcionales a la cesantía”,
razona un intelectual.
Desde el fondo del océano
emergen las voces
de los náufragos
que un día se embarcaron
en la historia de las aguas.
Son las voces de los compañeros
de Odiseo, que aún buscan
las costas de Ítaca.
Me llega el lamento altanero
de Áyax Oilida, aferrado
al escollo Cafareo,
castigo del dios marino.
Vienen a mí otras voces
fatigadas, quizá los amigos
del insigne Eneas o algún Argonauta
que se extravió en las estrellas.
Una gota de agua
tiene sed en la boca
de un obrero.
Una gota de agua
sangra en la tierra
de los pehuenches.
Una gota de agua
rueda por el mundo,
huyendo del fuego
despiadado
del Banco Mundial.
La humanidad sucumbe
sedienta,
una gota de agua
es asesinada
diariamente
en el descriterio del poder.
Alguien llega en la noche
Entra sin golpear y me dice:
Disculpa la tardanza, he muerto y no lo sabía. Anduve en un país lejano que no reconocen los mapas ni el idioma de nuestros antepasados. La lluvia fertilizó mi rostro muchas veces antes de parir mi lenguaje una razón en lo cotidiano.
Aún era un niño cuando escuché por primera vez que amor y desengaño son dos alas con opuestos destinos, que la semilla que brota desde la piel ansiosa de caricias puede ser lágrima o flor.
Milité junto al arado y a la sublevación de un pueblo que continúa esperando su plusvalía. Así fui forjando la dinastía de mis sentimientos en tanto mis ojos grababan cada página de los libros que me concedió la aurora.
Un día de extramuros me interné por un sendero que creí conducía al Edén, pero sólo era el sueño del cual me hablaron mis padres antes de morir soñando que en el mundo había esperanza. Me estremecí entonces y lloré sobre sus sepulcros sin comprender los signos de la muerte.
Antes de llegar hasta tu habitación pernocté muchas veces en lo árido de un beso, en la sensación de la soledad enseñando sus fantasmas. Sólo la foresta y el lenguaje de las raíces lograron que mis razones escalaran hasta la sonrisa de los valles. Allí encontré al indígena y al campesino bebiendo del mismo manantial. Estreché sus manos y me alimenté de la madera y la flor, de la lluvia y del vocabulario de las montañas lúcidas e inmemoriales.
I
Vinieron del cielo con su corazón azul
para poblar vegas y ríos,
montañas, bosques y volcanes.
Traían en su garganta el idioma de Wenu Mapu,
que sería el mismo de la humanidad.
Conocían el lenguaje
de los animales y de los árboles,
del viento y del agua.
Chao Kalfú y los buenos espíritus
se habían entristecido al observar un mundo
de páramos y desolación.
Con la espuma blanca del cielo amasaron
a los nuevos padres y besaron sus frentes,
pues temían abandonar el firmamento.
Pero Chao Kalfú dijo su palabra:
“Cuándo canten muchos hombres sobre la tierra,
ustedes volverán arriba y brillarán”.
II
Abrazaron la tierra y se vistieron de azul,
recolectando el sabor que ofrecían
los valles y el mar.
Convivieron con las aguas y lo sólido,
con la lluvia y el sol en armonía,
hasta que la lucha entre
Cai Cai y Tren Tren fue feroz
y las aguas cubrieron la tierra.
Los hombres escaparon a los cerros
para luego regresar
—los que sobrevivieron—
a repoblar cuencas y riberas.
III
Abajo había más peces y piedras,
más paciencia, más bosques y vidas seculares,
el Nguillatún y la calma.
Arriba, los antepasados corrían
por Wenu Leufú tras el choique,
marcando la Cruz del Sur
en el horizonte.
Vinieron del cielo, y un día volverán
a ser estrellas.
En memoria de su tripulación
Una bombilla se cimbra sobre la puerta desgastada por la lluvia, sus colores quedaron atrapados en el oficio de cada noche, cuando las borracheras exploraban las entrañas de las prostitutas y el olor de los vagabundos enmudecía las mesas de la cantina más pendenciera del puerto.
Hoy las ruinosas murallas sólo conservan garabatos indescifrables, allí le cortaron la garganta al travesti Toledo y la gorda Clorinda perdió la virginidad a los cuarenta y cinco años tras enredarse en la sotana del capellán de la marina. Fueron años de corsarios y naufragios, de besos fugaces y de sombras, cada tiempo y cada historia golpeó la sangre y los fluidos.
Las razones y sinrazones fornicaban con tristeza en las esquinas, como queriendo expurgar los pecados de los apóstoles. Hubo noches de tormenta y risotadas de otros continentes, amores sacrílegos estrellándose contra el oleaje de la vanidad. Habitaron sus recodos estibadores y cafiches, marineros de otros mundos, mecheras de oficio permanente y más de algún poeta ceniciento que bebía sus nostalgias.
Empleados públicos y otros desahuciados siempre tenían un hombro donde llorar. Codiciosos jugadores encontraron las estrellas y otros tantos viajaron de improviso al cerro Panteón, donde el azar es una jugada de Dios.
Setenta años justos navegaron los tripulantes de encendidas guitarras y canciones, sin principio ni fin a lo largo de flores y cuchillos, de banderas y religiones.
Sin saber adónde vamos ni si llegaremos,
abandonamos el pecho de la madre.
La encrucijada es permanente,
las azoteas, los péndulos,
cada lágrima y cada risa
que se nos atasca en el camino.
El amor puede ser ángel o demonio,
nunca indiferente.
Las ventanas y las puertas la salvación
o el sepulcro.
Sólo la lluvia es impredecible alrededor
del mundo,
las olas y el sabor de un beso.
Brilla una luz
en el umbral del tiempo.
Junto a la luz una campana
va y viene, ilógica y silenciosa.
Es noche en el planeta
Es noche en toda música
Es noche en el semblante de una estatua
Es noche en los pechos de la luna
Es noche en tu voz, amada
Es noche en el lenguaje
(hay extraños adjetivos en mi boca)
Es noche en la fertilidad de los sexos.
Es noche en la muerte, que pasea
desnuda frente a mi puerta.
La cantina, otra cantina.
La Feria Central bosteza,
luego bebe un vaso de vino.
Un hombre de papel
se revuelca en su dolor.
Sobre el pavimento
maloliente, su cuerpo
fermenta junto a la fruta podrida
que despreció la mañana.
Un hálito de pimienta
y orégano condimentan
la subsociedad.
Avanzan los cargadores,
los carretoneros, los limosneros
ambulantes y los establecidos.
La fiesta alcohólica de cada día
se va durmiendo entre
vitrinas colmadas de quesos
y carnes,
entre el murmullo de las cebollas
y el alivio de los camiones chacareros.
La cantina, otra cantina,
todas las cantinas,
todos los comedores,
todos los billetes,
todas las esperanzas.
los comerciantes y sus básculas
misteriosas,
los perros de las callejas,
los ratones de las bodegas,
el gato acorralado
por los gendarmes azules,
el garabato indecente
y la niña prostituta
inmolada al mejor postor,
antes del alba, maquillan
sus rostros y preparan la función.
Me lastima con su eco
el gemido subterráneo
de los habitantes
de esta ciudad clínica.
Me devasta la sonrisa
el péndulo que oscila
entre los ojos desesperados
de los mendigos.
Las promesas no son más que ilusiones,
arrinconadas
en los harapos que cuelgan de los edificios.
Una suciedad de medioevo, sacude
su alfombra sobre los vestigios
de las promesas desechadas
por el monarca
del prostíbulo neoliberal.
Algunos obreros se emborrachan
en los bares que circundan
las riberas del río,
vuelven a sus casas como sonámbulos
embriagados de antiguas canciones,
mendigando un boleto
de bus.
Las fábricas se encienden en la hora
que muere antes del primer
mordisco de pan.
Todo es tardío en los estómagos
de los obreros,
todo es plenitud en la caja fuerte
del cabrón que los explota.
El día avanza, y un murmullo de miseria
lapida los intestinos de la ciudad.