La casta política chilena, que en cada elección se autorreproduce y mantiene su poder sobre los recursos del Estado, vanagloriándose de nuestra “democracia representativa” y pregonando lo que llaman “espíritu republicano”, en la práctica no es más que una mafia que se enriquece con el sudor ajeno. El ejemplo más evidente son los diputados y senadores, los ministros y funcionarios de “confianza” de los gobiernos de turno. Esta casta, sostenida en los partidos políticos, en cada elección, decide por quién debemos votar, sin dar más opción que elegir entre los candidatos que ellos imponen a su conveniencia. De vez en cuando permiten la elección de algún “independiente”, siempre que sea afín. Para la casta política el estado es un botín, ha sido así desde los tiempos del mercachifle Diego Portales, en la primera mitad del siglo XIX. Es cosa de estudiar un poco de historia para comprenderlo. Los apellidos y descendencia oligarca se repiten una y otra vez hasta nuestros días. Ahora, alguien dirá: “Pero si hubo muchos diputados obreros y populares en el Parlamento”. Claro, es cierto, los partidos comunista y socialista del siglo XX lograron cupos y sus representantes lucharon por reales mejoras para el pueblo, llegando incluso al gobierno con Salvador Allende, pero una golondrina no hace verano. El sartén por el mango siempre lo tuvo la oligarquía, manifestándolo claramente el 11 de septiembre de 1973. Y desde 1990 a la fecha han demostrado todo su poder durante la etapa neoliberal, aunque nuevamente alguien dirá: “Pero hoy gobiernan el Frente Amplio y el Partido Comunista, ambos de izquierda y revolucionarios”. Cierto, el pacto Apruebo Dignidad (que de revolucionario no tiene nada) fue electo para gobernar, pero una cosa es ser gobierno y otra muy distinta es tener el poder. Y es un hecho de la causa que el pacto Apruebo Dignidad —sobre todo el presidente Gabriel Boric— ha sido colonizado por la derecha empresarial, la actitud genuflexa del presidente ante la derecha así lo demuestra. La voz del amo se impone día a día en Chile.
Entonces, dado lo anterior, lo que requiere una democracia real (“gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo”) es un Congreso unicameral, una Asamblea Nacional Legislativa, donde estén representadas las 346 comunas que existen en Chile. Los representantes comunales serían electos en cabildos organizados, en conjunto, por las juntas de vecinos de cada comuna y solo podrían ser electos ciudadanos que lleven viviendo efectivamente en la comuna más de 10 años. Los partidos políticos quedarían deshabilitados, como tales, para participar en las elecciones e instalar candidatos, solo las juntas de vecinos, convocadas en asamblea, tendrían la potestad de proponer y elegir candidatos. La cantidad de representantes de cada comuna sería proporcional a su población, y ninguna comuna podría quedar sin representantes. La elección estaría normada por un “Reglamento Nacional de Postulación a la Asamblea Nacional Legislativa”, plebiscito revocatorio incluido. Cualquier otro tipo de gobierno jamás será democrático, menos en un país con alma latifundista y miedos ancestrales a la libertad.